Valpina

Sunday, January 28, 2007





Proyectos y proyectos
Hablar de los proyectos prometidos para Valparaíso, de esos que dicen renovarán la imagen de la ciudad y traerán más pegas chorreando los bosillos de todos, es asunto delicado. Porque proyecto supuestamente innovador que surge en este puerto, es polémica segura. Y es que a algunos todavía les cuesta entender que arriesgarse con una idea en el puerto principal es dolor de cabeza fijo. Bueno, si es que efectivamente les interesa “democratizar” sus planes entre los porteños y les dan espacio para opinar.
Y no es que en Valparaíso a sus habitantes les guste vivir en la miseria, tropezarse con hoyos o no arreglar los edificios roñosos que adornan la ciudad. (No sé porqué me acordé de esa publicidad donde un papá de esos regios disfrutaba mirando las viejas casas porteñas mientras su hijo pequeño le decía “¿y te gustaría vivir ahí?”). Acá el tema es otro. Es que a esta ciudad no puede llegar cualquiera, como si hubiera descubierto la pólvora, a imponer sus súper ideas.
Si los porteños somos complicados, mañosos y nos carga que otros quieran sacar provecho de nuestra ciudad. Sí, tal vez somos un poco talibanes, porfiados o cabezas duras, pero he ahí nuestro encanto. Además que somos nosotros los que vivimos acá, no los santiaguinos que vienen el fin de semana a carretear o los gringos que se pasean despistados por la plaza Aníbal Pinto.
Me imagino por ejemplo el dolor de cabeza que debe tener el seremi de Transportes con el famoso Transvalparaíso. Yo le pregunto ¿usted sabe para dónde va la micro? Espero que sí, porque es porteño ¡y del cerro Placeres! Para la mayoría es difícil entender tanto cambio de recorrido, si el plan parece un experimento que va tomando forma sobre la marcha. Al parecer quien lo diseñó no conoce la idiosincracia del porteño, que le gusta hacer parar el bus en cualquier parte y ojalá el paradero esté en la esquina del boliche donde siempre va a comprar. Es cierto, urge un cambio, pero no de esta manera. Mi humilde opinión: debieron partir con paraderos diferidos, después el resto.
Otro proyecto raro, es la famosa Caleta Portales. ¿Alguien entiende qué se quiso hacer ahí? Se supone que las autoridades hace un par de años prometieron que todos los porteños podrían ver el mar. Bueno, resulta que con el armatoste de madera -que se ha podrido ya ¿dos veces?- nadie ve ni una ola. Más encima es estéticamente feo, mejor hubieran dejado todo como antes.
Y volviendo al tema de las vistas. Resulta que hace unos años, ante la proximidad de la entrada en vigor del nuevo plan regulador, nadie sabe cómo, en tiempo récord, se aprobó la construcción de edificios en el borde costero y otras zonas del plan. Así, varias torres han ido apareciendo dejando a cientos sin poder ver una puesta de sol. Nobleza me obliga a reconocer que durante un tiempo viví en uno de esos edificios, pero me di cuenta de mi error y me cambié a una casa que no molesta a nadie.
Esa mismo mea culpa deberían hacer varios que se creen porteños ¿o aporteñados?.

Monday, January 22, 2007


El ruiseñor porteño

De todas las canciones que tengo grabadas a fuego en mi memoria hay una que me pone los pelos de punta cada vez que la escucho, se trata de “El bazar de los juguetes”, tango escrito por Reinaldo Yiso y musicalizado por Roberto Rufino. Claro que yo la conocí en clave de bolero cuando apenas tenía siete años. Fue en una mítica fiesta del Club Deportivo Monjas -equipo de mis amores- donde como gran novedad hubo un show artístico con vedettes, travestis y cantantes. Entre ellos estaba mi querido Jorge Farías, el “ruiseñor de los cerros porteños”, cuya figura veía por primera vez. Andaba de terno y con sus clásicos lentes oscuros. Su figura de inmediato me llamó la atención, era tan potente y desvalida a la vez, que jamás la pude olvidar.
Después de cantar “La joya del Pacífico” entonó “El bazar de los juguetes”. Recuerdo que estaba medio dormida, pero desperté de inmediato con las tristes frases que salían maravillosamente de la boca de Farías: “Si mi vieja era tan pobre, le faltaba siempre un cobre para comprarnos el pan. Y hoy que puedo, que la suerte me sonríe, yo no quiero que haya un niño que no tenga ni un juguete pa’ jugar”. Uff, quise llorar.
Crecí con ese recuerdo, buscando por todos lados el viejo tema. Estudiando una madrugada, oí a lo lejos que alguien lo escuchaba. Le pregunté a todos mis vecinos y nadie tenía el cassette con la canción.
Años después, en mi época de bohemia universitaria, terminé el carrete, como era habitual en ese entonces, en “Lo de Pancho”. Y por segunda vez en mi vida me encontré con Jorge Farías. No lo podía creer. Estaba a sólo metros de mí. Junté valor y me instalé a su lado. Le dije cuánto me había marcado su presentación en el Monjas, que su voz era increíble y en un arranque de valentía, le pedí que me cantara “El bazar de los juguetes”. El, un caballero, me regaló una versión recitada. Quise llorar. Un parroquiano me dijo “¡Cómo le pide ese bolero, si es tan triste! A él le trae malos recuerdos de su niñez”.
Jorge, que hoy debe andar en los sesentaytantos, de niño trabajó de mozo en una casa de Playa Ancha. O sea, su infancia no fue de alegría. Y según cuentan, su vida tampoco. De hecho, hasta ahora nunca lo han reconocido artísticamente porque fue él -y no Lucho Barrios- quien popularizó el himno de Valparaíso, “La joya del Pacífico”.
A veces lo veo caminando por calle Esmeralda, y hace poco en el restaurante guachaca “El ascensor a la luna”. Pero es en el “Rincón de las guitarras” donde más he compartido con él. Hace dos años, en ese lugar, me cantó en la fiesta de mi cumpleaños. Y hasta hemos estado juntos sentados a la mesa. Pero todavía no sé si él me recuerda. De madrugada, con esas gafas y con varios vasos de tinto encima, no sé si distinguirá a sus fanáticos. No importa, total, es un ídolo. Y todo se le perdona.

Saturday, January 13, 2007



Au revoir, Emiliano


Turistear en la ciudad en que uno ha vivido siempre es extraño. Recorrer las calles que siempre han estado ahí, pero observando todo con otros ojos, como si fuera una novedad, es un ejercicio bastante especial que me di cuenta es bien entretenido practicar.
Esta semana me tocó hacerlo. Gracias a la visita de unos amigos santiaguinos que están estudiando en París, y que alojaron en mi casa junto a una socióloga bonaerense, me convertí en una especie de guía turística. Pero no sólo mostré los rincones porteños a los visitantes, sino que también me puse en el rol de extranjera en estas tierras.
Y de todo lo que vi, lo que más rabia me dio es que el pasaje del ascensor Turri costara $500. Obviamente, me uní a la campaña de los vecinos (de esos que son de verdad, como diría un amigo) y para subir al cerro Alegre -mi barrio, por lo demás- opté por el Reina Victoria. La argentina del grupo no podía creer lo alto de la tarifa y hasta sacó calculadora para sacar la cuenta. Lo más chistoso, es que por tener una tarjeta internacional de estudiante de post grado, en La Sebastiana ella pagó entrada rebajada...¿Qué clase de conciencia turística tenemos? cabe preguntarse.
En mi recorrido me encontré con otra muestra de esa "conciencia". En pleno paseo Gervasoni un artesano ofrecía pulseras tejidas con hilo, muy bonitas y originales. A una de mis amigas le gustaron mucho, se probó una con la intención de comprársela y cuando preguntó por el precio rápidamente se arrepintió. ¡Veinte lucas costaba el accesorio!. "Eso es muy caro, creen que por ser turista a una le pueden cobrar tanto", se quejó.
De todos los integrantes de mi improvisado grupo de turistas, el más entusiasta era Emiliano. Con cuatro años es despierto y preguntón. Quedó fascinado con los ascensores y los troles (no nos subimos a uno, pero se llevó uno de madera de regalo). Pero lejos, lo que más le llamó la atención, fue la gran cantidad de gatos callejeros y fecas de perro que adornan las veredas. Por suerte, su mamá me comentó que en París la situación es similar y también hay que esquivar la caca. Uf, menos mal, no somos la única ciudad con "esos" regalitos.
En su primer día en Valparaíso Emiliano lo único que quería era ir a la playa. "Vamos a la Carvallo", propuse, recordando que se trata de un balneario tranquilo, ideal para los niños, por las pozas que se forman. Craso error. Estaba todo sucio, lleno de basuras y restos de vidrios que hacían peligroso andar descalzo por la arena. Para colmo el olor a alga descompuesta (prefiero pensar que el aroma no era a desagüe) no era muy agradable. Y tampoco era muy bonito el local del restaurante "Pato Peñaloza" que amenaza con venirse abajo. Menos mal que los visitantes se tomaron todo eso con humor.
Y el último día los llevamos al Museo a Cielo Abierto. El cerro Bellavista está muy lindo, bien cuidado, claro que los murales ya están medio desteñidos. Pero igual todavía encantan. Igual que todo Valparaíso. (Menos mal).

Saturday, January 06, 2007





Que te vaya bien, rucio


En los últimos meses mi rutina diaria se ha visto constantemente cambiada. De trabajar por años en Valparaíso tuve que trasladarme a Viña del Mar. Y hace tres semanas he vuelto al Puerto, encontrando varias sorpresas en mi tradicional circuito de Urriola, Esmeralda, Aníbal Pinto y Almirante Montt.
La que más me afectó fue la ausencia del Rucio. Todos los días lo saludaba al pasar por Esmeralda y el otro día lo busqué, pero no estaba. Pregunté por él y me dijeron que había vendido su fuente de soda-rotisería y se había ido a la casa a descansar, después de décadas tras el mostrador.
¿Y quién es el Rucio? La verdad es que mucho no sé de él, pero sí lo importante. Su nombre es Siegfried Wep y desde siempre fue el dueño del tradicional “Danubio Azul”, restaurante que junto al desaparecido “Bernal”, eran todo un ícono del “sector financiero” porteño. En rigor el “Danubio...” todavía lo es, porque sus nuevos dueños quieren seguir con el mismo espíritu que mantiene hasta hoy. Al menos así lo aseguró una antigua garzona, que me puso al tanto de los cambios.
Pese a que la fuente de soda, con esas mesas de melamina amarilla, el tentador queso de fundo en la vitrina, los limones que sirven de adorno y sus amables trabajadores siguen ahí, creo que al menos para mí ya no será la misma. Es que la figura del Rusio me acompaña desde niña. El siempre tan atento, con su delantal celeste, sus lentes y su amena conversa. Siempre me preguntaba por la salud de mi mamá, por mi pega, y cuando le compraba me hacía un “cariñito” (llámase descuento) que me dejaba contenta.
A Siegfried lo recuerdo de cuando tenía cinco años. Mi papá trabajaba en una farmacia del sector y los días viernes siempre lo íbamos a buscar con mi mamá al término de la jornada. Después la tradición era pasar al “Danubio azul” a comer un rico completo con un juguito. Después de un tiempo era tanta la confianza que tenía con todos los que ahí trabajaban que hasta me daban permiso para pasar a la cocina para guiar la preparación de mi tomate-palta-mayo. Siempre lo pedía con más palta y si mi memoria no falla a veces hasta me ponían dos vienesas. ¡Qué suerte la mía!, siempre tan regalona. Lo pasábamos tan bien.
Siendo ya una trabajadora repetí mis idas al “Danubio...” Algunas veces a almorzar, otras a tomar un jugo de papaya o a comprar alguna cosita rica para echarle al pan. Mi mamá siempre le encargaba a mi papi “vienesas de donde el Rucio” y yo le pedía a mi pareja queso “de ese con hartos hoyos” o miel.
Me da pena que el Rucio ya no esté...cada vez saludo a menos gente en la calle, ¿será una mala señal?.
En fin, no me queda más que decir ¡que te vaya bien, Rucio!