
Díganme nostálgica
Entre mis lugares porteños fundamentales se encuentra en primer lugar la calle Victoria. Me trae miles de recuerdos infantiles, de cuando iba a la escuela D 250, Ramón Barros Luco (o "Burras locas", como le dicen) ubicada en esa calle, entre Morris y Uruguay.
Todos los días, a la salida de clases, con mi mamá caminábamos desde la escuela hasta el ascensor (al final de la avenida Francia) y siempre descubría algo nuevo en ese paseo.
Echo la memoria atrás y hasta puedo sentir los olores de algunos lugares. Como el aroma de "El Olivar", mezcla de chocolate, madera y licor. Por suerte este almacén todavía subsiste (el otro día no más pasé a elegir una cajita musical que me regalaron después) gracias a la venta de artículos para el hogar y delicatessen. Pero los productos estrella son las figuras de cristal. Ositos, cisnes, cajitas, candelabros hechos en forma artesanal -según se explica en unos carteles- y que deslumbran a cualquier niño curioso. Siempre preguntaba los precios, y un paciente vendedor me daba una desorbitante cifra. Nunca pude juntar lo suficiente para regalarle uno a mi mamá.
Otro clásico de ese entonces era la "Casa Croxatto", paquetería hoy desaparecida porque su dueño no pudo más con el negocio y se arrancó agobiado por las deudas, dejando a varias vendedoras sin ni un peso. Como mi mamá había trabajado ahí un tiempo, cuando entrábamos todas las señoras que atendían me saludaban con cariño. Mi favorita era la abuelita del empaque, que al final ya ni me reconocía.
El local era largo y flaco. Con estantes a cada lado. En el sector de la derecha vendían los botones y los hilos y en el de la izquierda los calcentines y pantyes. Todo estaba guardado en cajas de diferentes tamaños. Nunca pude entender cómo encontraban justo lo que uno necesitaba, los botones para los chalecos de guagua que tejía mi mamá o el hilo de bordar rojo para marcar el delatantal.
Otras tiendas que me gustaban eran la librería Martino -donde me compraban las gomas y los lápices de mina- que estaba al inicio de la galería "Almendral". En ese mismo lugar también había un Village. Mi mamá de vez en cuando me consentía con unas esquelas de Hello Kitty o Frutillita.
El local que no me gustaba para nada era "La Central". Ahí vendían de todo para hacer trabajos manuales y como nunca tuve habilidades, me cargaba comprar las láminas de cobre, la greda o los palitos de helado para hacer los trabajos.
Pero lejos el local más entretenido era la maletería "Carretero" (que se ve en la imagen). Todavía es posible visitarla. Ahí hay pasillos y pasillos llenos de bolsos y maletines de cuerina. ¡Qué olor!. Ahí teníamos que pasar obligadamente cuando a mi mamá se le perdía la chauchera y había que comprar otra, o cuando se echaba a perder el cierre de mi mochila. El dueño era un caballero muy simpático, alto y de lentes. Era muy educado y había puesto dos bancos de plaza afuera de su local. Tenían muchos mensajes como "si está cansado, siéntese a descansar".
Este paseo siempre terminaba en "La Rambla", en toda la esquina de Victoria con la avenida Francia. Recuerdo que corría para adelatar a mi madre y alcanzar a pasar por este local de géneros. Es que tenían como tres espejos donde una se veía desfigurada. En uno mi silueta era laaaaaaaarga y en los otros parecía una gorda gigante. Los vendedores ya me conocían y se mataban de la risa con las morisquetas que hacía frente a los espejos. Esos que ya no están.
Qué nostalgia.