
Para subir al cielo
De niña juraba que vivía en el cielo, claro que no entendía porqué, en mi cielo, no había nubes y tampoco me encontraba con ángeles. Pese a eso, estaba segura de que no podía ser más afortunada y podían pasar los acontecimientos más malos en mi infantil vida, y yo continuaba creyendo.
Fue un día cualquiera, en que un primo vino de visita desde Santiago -él era estudiante universitario- y me metió esa loca idea en la cabeza. Recuerdo, vagamente, que íbamos en el ascensor (el Monjas) y me decía que ese era "el ascensor al cielo". Yo no lo podía creer, abrí los ojos para no perder detalle de aquel "viaje". Me subí sobre el asiento del carro, me encaramé en la ventana desobedeciendo a mi madre, y me puse a mirar esperando que algo importante pasara.
Cuando el recorrido terminó, llegué al puente y no vi nada nuevo. Seguía todo tal cual. La casa gigante con patio seguía ahí, el negocio verde estaba todavía abierto y la casa amarilla de mi amigo era tan pequeña como siempre.
-¡Mentira, esto no es el cielo!, le dije a mi primo, muy desilusionada.
Pero él, en vez de reconocer que me había jugado una broma, continuó con su historia y me insistía que "ese" era el cielo. Y para argumentar esa locura inventó que las personas que andaban por ahí en ese momento eran ángeles. Increíble. ¿Acaso yo también lo era? ¿dónde están mis alas?, me preguntaba, incrédula.
Han pasado veintitantos años de aquello y cada vez que lo recuerdo me viene una nostalgia increíble. Me dan ganas de volver a la infancia para sentir los bonos en mis manos -así se llaman los boletos para subir gratis en ascensor-, pasar el torno, esperar impaciente que la ampolleta se apagara (eso significaba que nos podíamos subir) y leer todos los garabatos escritos sobre las roidas latas, de mi viejo ascensor al cielo.